El día que me enteré de que, desde mi condición de estudiante universitaria, había una gran oportunidad para salir del país y hacer un intercambio cultural, mi vida dio un vuelco. Me llamó tanto la atención esta oportunidad de mudarme a otro país bajo un trabajo como niñera, vivir en la casa de una familia anfitriona y tener la oportunidad de estudiar.
Me voló la cabeza el simple hecho de que existieran oportunidades así, porque nunca me lo imaginé. Busqué toda la información posible, hice contactos, pregunté, leí experiencias, vi muchos videos, iba y venía, me cuestionaba si era la mejor decisión o no, pero estaba segura de que me iría. Me fui preparando poco a poco hasta cumplir con los rigurosos requisitos que exigía esta experiencia.
Antes de partir, todo a mi alrededor era un torbellino de emociones que no dio cabida a la tristeza. Los sentimientos encontrados y el comienzo de una nueva aventura me mantuvieron en vela muchas noches.
Fui muy agradecida por el trayecto recorrido, por la ayuda, el empuje, lo aprendido y lo gozado. Saboreé cada momento como si fuera el último y valoré mucho más a estos increíbles seres humanos que tengo a mi alrededor. Sentí que mi familia y amigos me abrazaban más fuerte y no perdí una oportunidad para decirles cuánto significan para mí.
El futuro sería incierto, y la incertidumbre es un estado mental que nos altera un poco, así que solo me quedaba respirar profundo y confiar. Días antes de viajar me repetía que, sin importar qué clase de experiencias tuviera, mi actitud hacia ellas sería determinante a la hora de vivirlas y atravesarlas. Estaba a punto de dejar el nido y, de ahora en adelante, sería solo yo a cargo de mí misma. El momento perfecto para demostrarme de lo que era capaz.
La capacidad de sentir miedo y angustia por las cosas más insignificantes aumentó, pero… ¿quién dijo que las primeras veces son fáciles? Se volvió más sencillo cuando me di cuenta de que todo es igual que en casa, solo que en una proporción más grande y con un impacto personal más profundo.
El 14 de enero de 2019 tomé un vuelo a la capital del mundo, Nueva York, con destino final en una pequeña ciudad ubicada en el corazón de Silicon Valley, en el norte de California, conocida mundialmente por ser el epicentro de la tecnología y la innovación.
Los primeros días fueron una montaña rusa de nuevas experiencias, pero sobre todo de nuevos retos. Nueva York casi me mata con una temperatura de menos un grado centígrado, y el montón de ropa que se estaba usando y la gripe que traje de Colombia no ayudaron en lo absoluto; lloré por no saber cómo ponerle gasolina al carro; hice snowboarding a 6,000 pies de altura; forzaba mis cinco sentidos para poder entender a mis interlocutores; probé un montón de comida nueva y el sushi pasó a estar en mi lista de comidas favoritas; me enfrenté a gigantescas autopistas donde la velocidad mínima era 100 km/h y donde tenía que controlar la velocidad del auto con frenesí porque, si iba muy lento, me podían multar, y si iba muy rápido también. Enfrenté todas las situaciones como adulta, pero ante todos, era vista como una niña.
Con el pasar de los meses, me fui adaptando, y lo que una vez fue desconocido, ahora lo conocía como la palma de mi mano. Las recetas de mamá, la playlist de amanecida y las relaciones que creé con mis amigos han sido mis mejores aliadas para no sentirme tan lejos de casa. Sin embargo, en esa nueva casa aprendí nuevas recetas, bailé nuevas canciones y adquirí nuevas tradiciones, que se han mezclado con las antiguas y se han esparcido alrededor de mi mundo.
El sentido de pertenencia y el orgullo que siento por mi país han incrementado, y me ha tomado por sorpresa sentir la piel de gallina y los ojos aguados al escuchar una canción, un acento familiar o incluso un olor.
Me volví más valiente, más aventurera; mi perspectiva del mundo se ha ampliado. La confianza en mí misma ha crecido descomunalmente, y disfruto de la soledad y de mi propia compañía.
En estas vivencias, cuando menos te das cuenta, todo habrá pasado, así que he tratado de aprovechar cada momento, cada oportunidad, y disfrutar como si fuera la última vez… porque la única verdad es que no sabré si fue la última vez.