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Quiero seguir viviendo, aun después de muerta

Cuando tenía 12 años, leí El diario de Ana Frank por primera vez. Quedé muy conmovida con su historia y, a pesar de nuestras diferencias religiosas, culturales y de haber vivido en épocas distintas, me sentí muy identificada y reflejada en algunos aspectos de su vida.

Tanto ella como yo, a los 12 años, andábamos con un diario bajo la almohada, un libro bajo el brazo y enamorándonos perdidamente del primer niño que se cruzaba en el camino.

ANA:
“Miércoles, 1 de julio de 1942.
Todo indica que Hello está enamorado de mí, y a mí, para variar, no me desagrada. Margot diría que Hello es un buen tipo, y yo opino igual que ella, y aún más.”

Ambas recortábamos y pegábamos en las paredes de nuestros cuartos fotos de los actores más guapos y de los lugares que queríamos algún día conocer.

ANA:
“Sábado, 11 de julio de 1942.
Gracias a papá, que ya antes había traído mi colección de tarjetas postales y mis fotos de estrellas de cine, pude decorar con ellas una pared entera, pegándolas con cola. Quedó muy, muy bonito, por lo que ahora parece mucho más alegre.”

Desgraciadamente, su situación era angustiante y triste. Mientras que a mis hermanos y a mí nos asustaban y nos hacían correr los truenos y relámpagos durante las noches de octubre, cuando los huracanes se desataban, a ella la hacían correr despavorida hacia el cuarto de sus papás los bombardeos y las ametralladoras que rompían el silencio y la tranquilidad de la noche.

ANA:
“Miércoles, 4 de agosto de 1943.
(Fragmento del poema que Margot, hermana de Ana, le regaló con motivo de su cumpleaños.)
‘Por las noches, al primerísimo disparo, se oye una puerta crujir y aparecen un pañuelo, un cojín y una chiquilla…’”

El viaje a Europa era la oportunidad perfecta para conocer más sobre ella. Por eso, después de mi paso por París, tomé un tren rumbo a la capital de los Países Bajos: Ámsterdam, en busca de conocer de cerca el país y la ciudad que habían refugiado a Ana y su familia cuando la persecución nazi comenzó (Margot, su hermana; Edith, su madre; y Otto, su padre).

Después de tres horas de viaje y de haber subido mi maleta por la empinada, angosta, escandalosa y tediosa escalera del hostal donde me hospedé, me fui a mi encuentro con la casa de Ana Frank.

Hoy en día, “La Casa de Atrás” es un museo visitado por cientos de personas cada año. La entrada cuesta 12 euros y debe adquirirse exclusivamente por internet, con al menos una semana de anticipación. Durante el recorrido te otorgan una audioguía para escuchar la historia y datos interesantes del lugar. Sin embargo, el uso de aparatos tecnológicos y la toma de fotografías están completamente prohibidos.

“La Casa de Atrás”, una casa oculta en el edificio donde trabajaba Otto, el padre de Ana, fue el lugar que les permitió a la familia Frank y a otros cuatro judíos permanecer fuera del alcance de la Gestapo y los nazis durante dos años.

Ocho personas viviendo en un diminuto lugar, sin poder salir a la calle ni hacer mucho ruido, definitivamente era un calvario. Sin embargo, Ana aprendió a convivir con ellos, pero sobre todo, a convivir con ella misma.

Nadie volvió a ser el mismo después de la guerra, y mucho menos después del final. Pero el “cautiverio” y la desesperanzadora situación obligaron a Ana a exigirse más, a ser más fuerte, a ser una mejor persona. Pasó de ser una niña superficial, como ella misma se describe en el diario, a una mujer independiente, empoderada y ambiciosa.

Ana quería ser periodista; tenía una destreza excepcional con el lápiz y el papel.

“Me consta que sé escribir”, escribió. “Yo misma soy mi mejor crítico, y el más duro. Yo misma sé lo que está bien escrito y lo que no.”

A pesar de las circunstancias, mantuvo una actitud positiva, lo que la ayudó a forjar su carácter fuerte y su personalidad.

“Aparte de un marido e hijos, necesito algo más a lo que dedicarme. No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas.”

Y, a pesar de su corta vida y su trágico final, su sueño se hizo realidad.

“Quiero ser de utilidad y alegría para los que viven a mi alrededor, aun sin conocerme. ¡Quiero seguir viviendo, aun después de muerta!”
(Carta del miércoles, 5 de abril de 1944)

Durante el recorrido por “La Casa de Atrás”, me sentí en un limbo; no sabía qué pensar o qué sentir. La casa era fría y oscura, el más leve de los pasos hacía rechinar todo el lugar. Todo era pequeño y apretado, y la multitud que recorría el lugar en fila india me estorbaba y distraía.

Al final de mi recorrido, volví a comprar el libro y lo releí. Creo que, al haberlo leído por primera vez a tan corta edad, pasé por alto muchas cosas o no les presté suficiente atención. Por ejemplo, no me di cuenta de lo reflexiva que fue Ana sobre el amor, las mujeres, la independencia, la educación, la ambición hacia nuestros sueños y el hecho de valorar hasta los momentos más “insignificantes”.

El periodo de “cautiverio” no fue un obstáculo para dejar de lado sus estudios. Ana siguió perfeccionando cuatro idiomas, estudiando con dedicación, leyendo sin descanso y escribiendo con mucho empeño y dedicación, tanto su diario como cuentos. Y, sobre todo, no dejó de soñar en grande ni perdió la esperanza.

Volver a leer el libro, conocer la “Casa de Atrás” y los Países Bajos, e incluso comenzar a escribir sobre ella y mi experiencia con relación a sus últimos años de vida, me ayudó a descubrir una Ana Frank diferente, mucho más empoderada y valiente que la primera vez que la conocí. Una Ana Frank que me ha hecho reflexionar mucho sobre mi actitud ante las dificultades, a ser valiente, agradecida y, sobre todo, feliz ante la adversidad.

Lamentablemente, Ana y seis de los escondidos, con excepción de su padre Otto, el único sobreviviente, murieron en campos de concentración, ya sea incinerados, por inanición o, como en el caso de Ana y su hermana, por fiebre tifoidea.

A pesar del sabor agridulce de este final, Ana Frank sigue viviendo, aun después de muerta, y su historia es una invitación para no esperar ni un instante para comenzar a mejorar nuestro mundo.

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