Las clases de historia me hicieron conocer Francia como uno de los países más importantes y populares del viejo continente; El Principito y Viaje al centro de la Tierra me permitieron descubrir a escritores franceses. Madame Pauline, mi profesora de Francés I, me enseñó a hablar su idioma mientras yo cantaba con mal acento sus canciones. Madame Coraline me habló de las batallas de Charles de Gaulle y Bonaparte mientras degustaba sus vinos y quesos, y Coco Chanel me ofreció una vista más pintoresca y empoderada de lo que es la capital de la moda.
Pero más allá de todo esto, Francia, y específicamente París, su capital, tenían nombre y apellido propios para mí, ya que en mis viajes a través de la lectura, hace un par de años, fui seducida por un hombre latino de 28 años, flaco como un espárrago, con cabello rizado, bigote y apariencia argelina, quien durante su estadía en Francia fue víctima de arrestos y malos ratos durante la Europa de la Guerra Fría.
Conocer las vivencias de Gabriel García Márquez en Francia, a través del relato que hacen en su biografía, fue quizá el incentivo y el aliciente más importante que me llevó a escoger este país como uno de mis destinos cuando viajé a Europa. Quería conocer de cerca los lugares que frecuentaba, las avenidas por las que caminaba y recrear en mi mente esa época de aventuras, amor y sufrimientos que Gabo vivió.
Gabriel García Márquez fue enviado a Europa por el periódico El Espectador para cubrir la cumbre de Ginebra, Suiza, realizada en 1955 como antesala para tratar de calmar las aguas ante la amenaza de una guerra nuclear. Según las malas lenguas, se fue de Colombia huyendo del gobierno de Rojas Pinilla tras amenazas de muerte. Según otras versiones, se fue porque estaba “mamado de la nevera” (Bogotá) y necesitaba un cambio de aire, más específicamente en ultramar.
En diciembre de ese mismo año, después de estar divagando por Italia, se instaló en París para quedarse a vivir durante dos años. Vivió en el hotel de Flandre, en el cual su estadía fue muy singular, ya que, entre menos dinero tenía para pagar la renta, era trasladado de habitación por Madame Lacroix (dueña del hotel), quien terminó ubicándolo en el ático del hotel sin calefacción y “olvidado”.
Dos años de su vida en los que vivió del dinero de un billete de avión, de la caridad de sus amigos y conocidos, y de algunos escasos ahorros. Sin embargo, el mal tiempo económico no fue capaz de apagar su calidez y carisma caribeño, y se la pasaba mamando gallo, cantando vallenatos de su amigo Rafael Escalona y bailando a lo largo del boulevard Saint-Michel cada vez que podía.
Sus días transcurrían en la “universidad de la calle”, con el manuscrito de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora bajo el brazo, aprendiendo francés, paseándose por La Sorbona o El Louvre para elevar el espíritu, almorzando con Miguel Otero Silva, entrevistando a François Mitterrand y saludando a Ernest Hemingway en el boulevard Saint-Michel, pero consternado día y noche por la violencia que acaparaba su tierra natal y su bolsillo.
En enero de 1956, Rojas Pinilla cerró El Espectador y sus cheques dejaron de llegar. Cuatro meses después, mientras comía en el café de Les Deux Magots, se enteró del golpe de estado a Rojas Pinilla, pero asumió una posición poco optimista hacia el futuro de Colombia en esos momentos.
En cuanto a su vida amorosa, mantenía una relación a larguísima distancia con la mujer que años después sería su esposa, Mercedes Barcha. Pero “¿Qué habría que esperar de un hombre latino de veintiocho años, sino que tuviera una aventura en París?”. Se enamoró de Tachia Quintanar, una au pair (Niñera) española, actriz y musa de poetas y escritores, con la que protagonizó la novela latinoamericana más famosa de la década de los 60, Rayuela de Julio Cortázar. [Ojo, esto último es 100% un chisme].
Sesenta y cuatro años después de que García Márquez aterrizara por primera vez en Europa, tuve la oportunidad de viajar y llegar a la ciudad que había sido un escenario importante y trascendental en su vida. Aterricé con un cielo parcialmente nublado, con pronóstico de lluvia en las horas de la tarde, sin haber podido conciliar el sueño y con un nudo en la garganta y un vacío en el estómago, asustada pero emocionada al mismo tiempo.
Me alojé en un hostal, en una habitación compartida con 9 chicas más, de las cuales solo alcancé a conocer a dos: una nativa de Los Ángeles, California, que tan pronto me vio me invitó a la fiesta que daría el hostal en la noche, y que sostuvo una acalorada discusión sobre el outfit que debía vestir para la fiesta horas más tarde; y una española que llevaba un mes recorriendo Europa del Norte.
Conocer París fue un sueño y un reto grande. Mi primera impresión fue que era una mezcla entre Bogotá y San Francisco, y sus calles eran tal cual como había imaginado: una pasarela, donde ni las bajas temperaturas ni la lluvia eran obstáculo para los cientos de parisinos y turistas que desfilaban y hacían de cada rincón de la ciudad una pasarela.
La ciudad estaba envuelta en esta atmósfera fashionista que arropaba desde bebés hasta abuelos con abrigos Gucci, zapatos Chanel, bolsos Prada, llenando de color y alegría el comienzo del oscuro y frío invierno. Era un completo deleite para mí: ropa, combinaciones, estilos, pero sobre todo mucha creatividad. Cada uno tenía un toque auténtico, ningún outfit se parecía a otro y todos cuidaban rigurosamente los detalles, desde el maquillaje hasta la funda de sus carísimos iPhone 11.
Deambulé toda la tarde por París, en dirección a la Torre Eiffel, tomando fotos, admirando su arquitectura, escuchando con atención conversaciones ajenas para descifrar de qué hablaban y tratando de poner en práctica mi atropellado y olvidado francés. De esta manera corroboré de una vez y por todas que el francés es el idioma del amor.
Al día siguiente, fui tras el rastro de García Márquez. Caminé por el boulevard Saint-Michel, en dirección al jardín de Luxemburgo, donde Gabo saludó a su ídolo Ernest Hemingway.
Visité el café Mabillon, donde se encontró por primera vez con Tachia, su amor parisino, y el famoso café literario Les Deux Magots, que no solo fue frecuentado por García Márquez, sino también por Hemingway, Simone de Beauvoir, Ernesto Sabato, entre otros.
Paseé por el Barrio Latino, La Sorbona y El Louvre, pero por querer elevar el espíritu, casi lo pierdo.
Cuando ingresé al museo del Louvre, una muchacha se me acercó pidiendo una firma para supuestamente acceder a una cirugía y así poder recuperar su audición. De manera inmediata me negué a esta petición. Al instante, otra muchacha se me acercó, me preguntó si hablaba inglés y me explicó lo que estaban haciendo. Seguí diciendo que no. Rápidamente se acercaron otras tres más, me colocaron el papel en las manos y comenzaron a exigir insistentemente que firmara.
Pasé rápidamente mis ojos por el listado, el cual ya había sido firmado por unas 20 personas y tenía una casilla al final donde debías dar una donación monetaria. Curiosamente, todas las personas que habían firmado habían dejado una donación de 20 euros.
De un momento a otro, lo que al principio habían sido cinco mujeres insistiendo y haciendo gestos para que yo sintiera lástima y firmara, se volvió un grupo de nueve mujeres que me rodearon y sutilmente me forzaron a firmar y a agachar mi cabeza en dirección a mi riñonera para buscar cinco euros para “donar”.
Yo había leído sobre los peligros en París, de lo común que era el pickpocketing (carteristas) y que debía evitar al máximo las aglomeraciones y no estar dando papaya, pero en ese momento lo único que quería era quitarme a esas mujeres de encima lo más pronto posible.
Estaba a punto de quedar como las nalguitas del niño Jesús, cuando, como mandados por el mismo Jesucristo, una pareja de abuelos me tomó por el brazo y me rescató de las llamas del infierno. ¡Te van a robar! me dijeron. Ahora mismo ni siquiera recuerdo en qué idioma me lo dijeron. Sentí como si mi espíritu se me saliera del pecho y mi cara se bañaba en lágrimas. En todo el año que llevaba fuera de casa, jamás me había sentido tan lejos y sola, y a pesar de que fue la primera vez que sentí ese sentimiento, desgraciadamente no iba a ser la última.
Y como a mí no dejan de sucederme cosas extraordinarias, justo después de ese susto, un hombre francés se me acercó y me preguntó si podía tomarle una foto, y luego se ofreció a tomarme una a mí. Comenzó a hablarme en un Frenchenglish (mezcla de francés e inglés) y se ofreció a darme un tour por la ciudad, el cual acepté. Bajamos al centro comercial subterráneo que está en el Louvre y después caminamos por la ciudad, recorriendo diversas calles y callejones hasta llegar a la Galería Lafayette, un rooftop en un centro comercial con una vista increíble de la ciudad.
Mientras caminábamos, hablábamos de lo que hacíamos. Él me contó que trabajaba en la industria de la moda, montando los escaparates de las tiendas de ropa. Caminaba a toda velocidad, y para mí era casi imposible seguirle el paso. En un semáforo me quedé rezagada y, cuando por fin logré cruzar, me tomó de la mano para que pudiera caminar a su ritmo.
La vista desde la galería era espectacular: se veía la Torre Eiffel, catedrales, estatuas en lo alto de los edificios, y la forma ovalada de las construcciones le daba un aire antiguo a esta ciudad de superficie plana, sin rascacielos, decorada con los tonos sombríos y terrosos característicos de los edificios europeos. Las decoraciones navideñas dentro del centro comercial eran descomunales, y la cantidad de gente dentro y fuera de él era abrumadora. Nunca volvería a ver tanta gente reunida hasta que visité Nueva York en Navidad.
El recorrido terminó en la galería, y media hora más tarde le dije al francés que me iba de vuelta al hostal. Él, muy amable, se ofreció a acompañarme hasta allí, pero yo me negué. Me dijo entonces que me acompañaba hasta la estación del metro, a lo que accedí. Al llegar a la estación, me despedí y le di las gracias. Él me respondió pidiéndome un beso. Lo miré sorprendida, le dije que no, y me fui corriendo. [inserte aquí emoji de la cara que se está riendo, pero llorando al mismo tiempo]
Así terminó la parte uno de mi aventura por París, a la cual regresaré al final de mi viaje para tomar mi vuelo de vuelta a Estados Unidos.